PERRO QUE LADRA

Monday, December 11, 2006



LA TENTACIÓN DE LA INOCENCIA
(fragmentos)
Pascal Bruckner, filósofo francés contemporáneo
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Nada resulta más difícil que ser libre, dueño y creador del propio destino. Nada más abrumador que la responsabilidad que nos encadena a las consecuencias de nuestros actos. ¿Cómo disfrutar de la independencia y esquivar nuestros deberes? Mediante dos escapatorias, el infantilismo y la victimización, esas dos enfermedades del individuo contemporáneo. Por una parte, el adulto, mimado por la sociedad de consumo, quisiera conservar los privilegios de la infancia, no renunciar a nada, mantenerse instalado en la diversión permanente. Por otra, emula al mártir, aun cuando no sufra más que de la simple desdicha de existir. Doble dimisión que no carece de riesgo: para muestra, las relaciones hombre/mujer vividas según el modelo de la guerra o bien de la secesión, el rechazo a crecer erigido en valor absoluto, la creciente judicialización de cualquier aspecto de la relación social e incluso individual y, en todas partes, el culto a lo maldito en medio del bienestar.
¿Serán los "biendolientes" nuestros nuevos bienpensantes? ¿No ha llegado ya el momento de no confundir la libertad con el capricho? ¿Son el miedo y la debilidad el precio a pagar por nuestro rechazo a la madurez?
Finalmente, ¿cómo mantener la democracia si una mayoría de ciudadanos aspira al estatuto de víctima aun a riesgo de ahogar la voz de los verdaderos desheredados?
¿Aldea global?
La aldea global no es más que la suma de las coacciones que someten a todos los hombres a una misma exterioridad, de la cual tratan de preservarse a falta de poderla dominar. Cuanto más acercan continentes y culturas los medios de comunicación, el comercio y los intercambios, más agobiante se vuelve la presión de todos sobre cada cual. Explosiones demográficas, migraciones de masas, catástrofes ecológicas, se diría que los seres humanos no hacen más que caerse unos encima de otros. Llamo inocencia a esa enfermedad del individualismo que consiste en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes. Se expande en dos direcciones, el infantilismo y la victimización, dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos estrategias de la irresponsabilidad bienaventurada.
¿Que es el infantilismo? La transferencia al seno de la edad adulta de los atributos y de los privilegios del niño. Si se impone con tanta fuerza es porque dispone en nuestras sociedades de dos aliados objetivos que lo alimentan y lo segregan continuamente, el consumismo y la diversión, fundamentados ambos sobre el principio de la sorpresa permanente y de la satisfacción ilimitada.
En cuanto a la victimización, es esa tendencia del ciudadano mimado del “paraíso capitalista” a concebirse según el modelo de los pueblos perseguidos. Para que el tercer mundo fuera inocente, era necesario que Occidente fuera absolutamente culpable.
Ya nadie está dispuesto a ser considerado responsable, todo el mundo aspira a pasar por desgraciado, aunque no esté pasando por ningún trance en particular. Nada hay comparable, ni en las causas ni en los efectos, entre los gemidos del gran adulto pueril de los países ricos, la histeria miserabilista de determinadas asociaciones (feministas o machistas), la estrategia asesina de Estados o de grupos terroristas (como Serbia o los islamistas) que esgrimen el estandarte del mártir para poder asesinar con total impunidad y saciar su voluntad de poder.
Proveniente de la edad media, donde el orden social prevalece sobre los particulares, emerge en los albores de los Tiempos Modernos cuando la persona privada va imponiéndose poco a poco a cualquier forma de organización colectiva. Coraje de pensar por sí mismo, sin estar dirigido por otro. Liberado de la arbitrariedad de los poderes por una batería de derechos que garantizan su inviolabilidad (por lo menos en un régimen constitucional), expía la autorización de ser su propio amo con una fragilidad constante.
“La aristocracia”, decía Tocqueville, “había hecho que todos los ciudadanos formaran una dilatada cadena que iba del campesino al rey; la democracia quiebra la cadena, pone cada eslabón aparte.
Al ganar la libertad también ha perdido la seguridad. Sufre en cierto modo de exceso de éxito. Afirmarse como una conciencia a la vez cercana y diferente significa de entrada declararse culpable.
(…) A medida que el individuo, todavía enmarcado en el siglo XIX y a principios del siglo XX, se ha ido desembarazando poco a poco de las trabas que le molestaban conquistando nuevos derechos, paradójicamente su inquietud no ha hecho más que aumentar.
Rosseau podía incriminar al oscurantismo...; ¿y hoy en día? ¿a qué instancia acusar de mis penas?
Individualismo

Mientras que el hombre moderno, liberado en principio de cualquier obligación que no se haya asignado él mismo, sucumbe bajo la carga de una responsabilidad virtualmente sin límites. Eso es el individualismo: el desplazamiento del centro de gravedad de la sociedad hacia el particular, sobre quien descansan a partir de ahora todas las servidumbres de la libertad.
El cristianismo ya había convertido la estancia sobre la tierra en un enfrentamiento despiadado entre la salvación y la condena. Nuestras vidas de hombres laicos no están menos divididas entre la posibilidad de alcanzar el éxito o de fracasar. Con las siguientes diferencias agravantes: para nosotros todo se juega aquí abajo...Cuanto más conscientes nos volvemos de nuestra imperfección, más se acumula sobre nuestras espaldas una responsabilidad que nada puede eludir y que convierte a cada uno de nosotros en fuente de unos actos cuya repercusión es incalculable.
La competencia de todos contra todos, consecuencia de la igualación de las condiciones Al prometer a todos riqueza, felicidad, plenitud, alimenta la frustración y nos incita a no declararnos nunca satisfechos con nuestra suerte.
Los lamentos del hombre corriente
¿Qué es la queja? El discurso democrático por excelencia en una sociedad que nos permite vislumbrar lo imposible (la fortuna, la expansión, la felicidad) y nos invita a no declararnos nunca satisfechos con nuestro estado. “Conozco a un inglés”, decía Goethe, “que se ahorcó para no tener que vestirse cada mañana”.
Pero la queja también es una discreta llamada de socorro. “No podría tener ninguna profesión en este mundo a menos que se me pagara en función del descontento que siento hacia él” (Joseph Roth). Otra decepción espera al hombre moderno: creerse único y descubrirse corriente.
Todos los hombres pretenden hacerse a sí mismos sin la ayuda de nadie, pero todos se saquean y se desvalijan descaradamente, estilos de vida, formas de vestir, de hablar, costumbres amorosas, gustos culturales, uno jamás se inventa sin adherirse a unas pautas de las que se va desgajando poco a poco como de una ganga. Cada cual se sueña fundador y se descubre seguidor, imitador.
Hay en la aspiración a ser uno mismo tanto anhelo de felicidad y de plenitud que la existencia genera inevitablemente la decepción. La vida tiene la estructura de la promesa: esta “promesa del alba” no puede cumplirse, las mil maravillas con las que nos deslumbra sólo llegan con cuentagotas. ...me merezco algo mejor, me deben una compensación. Incluso cuando triunfa, al individuo le gusta creerse vencido... Le gustaría, vencedor, seguir siendo considerado como un perseguido.
El universo del desencanto, iniciado por el judaísmo, que fue el primero en romper con las divinidades paganas para imponer un Dios único, reforzado por el cristianismo, prolongado por la revolución de Galileo, quien matematizó la naturaleza, el desencanto es lo que permitió el nacimiento de la razón instrumental, de la técnica y de la ciencia modernas.
En el amontonamiento de riquezas de unos grandes almacenes hay exceso de todo y ese exceso resulta aplastante. Ser consumidor significa saber que en los escaparates y en las tiendas siempre habrá más de lo que uno pueda llevarse. Si la pobreza, según Santo Tomás, es carecer de lo superfluo, mientras que la miseria es carecer de lo necesario, todos somos pobres en la sociedad de consumo: carecemos forzosamente de todo, puesto que hay todo en exceso.
Con ella el mundo se divide entre Estados donde los escaparates están llenos y Estados donde están vacíos. La prueba de ello es que los países del Sur y del Este sólo nos envidian una cosa: ni nuestros derechos del hombre, ni nuestra democracia, ni mucho menos aun los refinamientos de nuestra cultura, sino únicamente la plenitud material y las proezas de nuestra tecnología.
Se ha dicho del consumismo que consagraba el instinto de propiedad llevado al límite, el sometimiento de los hombres a las cosas. Pero vivimos menos en una cultura de la posesión que de la circulación: los bienes tienen que pasar, su destrucción está planificada, su obsolescencia programada (Vance Packard).
Nuestra riqueza depende de la dilapidación y no de la conservación. Disturbios urbanos = profunda ¿conformidad con la lógica del sistema?
Los vándalos son consumidores apresurados que queman las etapas y que desde el primer momento van directamente al término del ciclo: la devastación. El consumo es una religión degradada, la creencia en la resurrección infinita de las cosas cuya Iglesia es el supermercado y la publicidad los evangelios.


A CADA PERRO CON SU HUESO...
Reflexiones sobre la realidad canina de la fauna política chilena.



ES LA ECONOMÍA, ESTÚPIDO....
LO QUE CARVILLE PUDO ASESORAR EN ESTE FUNERAL
Por María del Pilar Clemente

Momento de crisis en el palacio de La Moneda. Sucedió lo que Eduardo Frei Ruiz-Tagle y Ricardo Lagos tuvieron la suerte no vivir en sus cargos: falleció el temido General Augusto Pinochet.
Lo de “temido” es por el recuerdo del gran poder que ostentó desde 1973 hasta 1990, incluso, hasta 1998, puesto que había logrado ser Senador Vitalicio y sortear 139 cargos judiciales en su contra... hasta Londres, el caso aquel del Juez Baltasar Garzón y The Clinic, una clínica que dio nombre a un semanario humorístico de gran venta.
Vemos, entonces, un documental sobre la campaña que James Carville realizó en 1992, como consultor profesional del entonces joven gobernador de Arkansas, Bill Clinton en contra del venerable George H. W. Bush, padre del actual Bush. El que siga la generación de los Bush en el sillón presidencial, con su mismo monotemático lema: la guerra contra el terrorismo mundial, puede hablar mal de la campaña de Carville, aunque fue exitosa en su tiempo. Por otro lado, el propio Carville podría decir que el éxito del republicano Bush es el de mantener no más de una o dos ideas en su programa de trabajo. “Clinton cayó por su propia debilidad”, opinaría el asesor.

¿Qué diría Carville a Michelle Bachelet?

Fácil es imaginar que organizaría su famoso “Cuarto de Guerra” , pero no en el segundo piso de La Moneda. No, la idea es transmitir profesionalismo, objetividad. Lo más seguro es que se trasladaría a un hotel “ni chicha ni limonada”. Ni muy caro, ni muy económico, pero cerca del centro, ojalá del Metro, en un décimo piso con una vista privilegiada para captar de antemano cualquier desarreglo. A veces, los movimientos urbanos grafican lo que puede estar pasando por la cabeza de los eventuales enemigos, amigos y neutrones (me refiero a los “neutros”, si es que existe el concepto “apolítico”, que a juzgar por Aristóteles y Platón, no existe, pero ese es un tema que Carville o los asesores de la primera dama no tendrían porqué analizar)

Carville revisaría los tres puntos de su campaña estrella, la que muchos estudian en diversas universidades del mundo: “Es la economía, estúpido”. “Promueve el cambio versus el más de lo mismo” y “No te olvides de la Salud”.

Los tres puntos del evento

En primer lugar, Carville le aconsejaría lo que ya ha hecho todo el gabinete, incluida la mandataria: entregar al ejército lo que es del ejército. Salomónico, justo, sencillo. Sin embargo, los temas latentes siguen en el subsuelo. Los partidarios del ex general pretenderán levantar el tema de la economía como la gran obra del fallecido. De fondo, mediáticamente, intentarán que se perfilen los adelantos económicos de la Concertación como causa de “La Obra” (ahora con mayúscula). Si tomamos una de las lecturas que hace el filósofo Juan Pablo Arancibia en su último libro “Comunicación Política: fragmentos para una genealogía de la mediatización en Chile”, podremos ver que hay “clases poderosas” que se sirven de los grandes medios (televisión y prensa nacional) para poder expandir su dominio ideológico. Por ahora, han permanecido relativamente neutras, pero la idea-eje pronto empezará, después del entierro.
El mismo Arancibia señala que el mundo mediático se subsume al mercado. ¿Podrá la mandataria enfatizar nuevos éxitos? Su primera actividad “después de...” no fue la economía. Ella le dijo a Carville “Es la educación, estúpido”. Simplemente, tocaba entregar el documento de la Comisión aquella, la generada por los pingüinos, lamentablemente, en el golpe mediático no estaban los pingüinos, quienes se habían desprendido de la Comisión unas semanas antes, aunque opinaron y parecieron ser parte del proyecto, clave en la participación ciudadana.

La batalla...
Carville, desde el décimo piso, miraría preocupado. La educación es una caricia emocional para los chilenos, óptima, pero frágil. Ya sabría nuestro hombre de campaña, que en marzo, con las matrículas y pases escolares, el volcán podría estallar. Está, entonces, la siguiente frase: “Cambios versus más de lo mismo”. Por ahí puede estar el refuerzo. Si bien el discurso opositor enfatizará en la obra económica de Pinochet, las opiniones lapidarias de los medios de prensa internacionales le han hecho un favor grande al gabinete de Michelle Bachelet: Casi todas las publicaciones no han escatimado adjetivos oscuros a la labor ética del viejo general. Rescatemos la frase de Margareth Tatcher, la antigua amiga y colega del militar, que opinó “sentir una gran tristeza”. Británica, diplomática.
Estos adjetivos, no pronunciados por los políticos chilenos, disminuyen el “gol” de la inolvidable tarea económica, de “los pequeños errores” (derechos humanos) que opacaron los excelentes cambios del general.
Los extranjeros salvan el discurso del “cambio” de Bachelet. Curiosamente, diría el consultor estadounidense, las voces extranjeras no dan por concluido el capítulo, como señalan cortésmente los políticos nacionales. Por el contrario, indican que es buen momento para seguir investigando las causas de estafa y homicidio. Mal para la familia Pinochet y para sus partidarios. Angustioso para La Moneda.

¿Y la economía, estúpido? Problema, dice Carville: ¿Qué imagen de prosperidad pueden dar esos jóvenes encapuchados con neumáticos y molotov? Hace poco quemaron los libros de la Universidad de Chile. ¿Mala política del “chorreo”?. Otro gol a favor de la derecha política: “Ahora tenemos que administrar nosotros los recursos fiscales, pues la Concertación no sabe”.

¿Y la salud?
La salud, tema clave para una doctora como Bachelet. Podría ser LA AGENDA, mejorar con los dineros del cobre la infraestructura, la gestión. Por ahí va, incluso, el tópico apareció alguna vez en las 36 medidas del programa de campaña. El problema es que las diversas denuncias de corrupción y ahora, el funeral más temido para la imagen pública, las ha dejado atrás.
Carville, lápiz en mano, sacaría cuentas. El sendero mediático de las exequias dejarán cadáveres en el camino: por un lado, la familia Pinochet y sus partidarios no le perdonarán a la mandataria no haberle dado un funeral de Estado al extinto. Legalmente, ellos tendrían razón. Moralmente, no; pero actualmente, los temas morales y éticos han ido quedando en el tintero de un país laico. Esto implica una fuerte campaña en su contra cuando llegue la hora. Por otro lado, los encapuchados, los extremos, también encontrarán fría y entreguista, el que no hayan surgido críticas y celebraciones en La Moneda. La ciudadanía, ya opina en encuestas que no estimaba un funeral con honores para Pinochet. Si lo hubiera hecho, para la opinión pública internacional Chile parecería una opereta.
En buen castizo, James Carville aconsejaría “pasar piola”. Ojalá salir pronto a una cumbre, seguir la vida normal. Que la historia pise los talones, pero que no haga tropezar. Una labor difícil, más para una mujer que usa zapatos delicados.
Aquí diría el consultor: “HAZ LO MÍNIMO, ESTÚPIDO... Y QUE PASE PRONTO EL TEMPORAL”. Aunque como todo temporal, los verdaderos costos se sabrán después: por omisión, por acción, por reacción, por pavor. Pero... a alguien le tenía que tocar el “temido” funeral.



PINOCHET EN EL IMAGINARIO COLECTIVO
Por Pilar Clemente

En el caso de la muerte de Augusto Pinochet, para algunos, el General, el Comandante en Jefe, el huaso ladino, el Don, el nuevo Padre de la Patria y, para otros, el dictador, el perro, el canalla, el asesino y estafador, ofrece una extraña situación, donde los medios confluyen en un eje neutro, presionados por las dos imagenes del ex caudillo que pugnan en el imaginario colectivo.
Discretamente, los medios ofrecen tomas precisas de los adherentes, la capilla ardiente, los comentarios que "no habrá un funeral de Estado", mientras los adeptos se ofenden, se ofuscan y acusan a los mismos medios de falsear la historia, de no colocar la gran imagen del personero que ellos recuerdan. Acusan, también, a la Presidenta de la República, por "no tener altura de miras", pero aún, la prensa no fomenta esta pugna latente. Los partidarios, aparecen como los excluidos, los "lumpen", quemando neumáticos "por que no tienen nada mejor qué hacer, tal vez, son violentos como todo comunista". Todos disimulan, los clásicos políticos guardan apariencias o prefieren no ocupar pantalla. El tema quema, no es "mediático", la tensión entre ambas ciudadanías queda suavemente sumergida por los "hechos subjetivos".
Esta vez, el espacio público de Habermas no se cumple en el entorno virtual, se evita el conflicto. Tal vez es mejor, o se sabe que ambas imágenes de Pinochet son irreconciliables.


Sombras que caminan
Carlos Peña Vicerrector de la Universidad Diego Portales


La muerte de Pinochet ni nos redime, ni nos castiga. Ni alivia los dolores que sus crímenes causaron, ni mitiga la vergüenza a que se vió expuesto en sus últimos años, ni provoca pena. Murió simplemente. Le acaeció la más banal, certera y obvia circunstancia de la condición humana. Que estuviera vivo -después de noventa y un años, una traición solapada, un golpe de estado, dos o tres atentados en su contra, diecisiete años de dictadura, un proceso de modernización cuyos rastros todavía administramos, unos cuantos miles de desaparecidos, el abandono de sus leales y dos o tres desfalcos- ya era una rareza.
Una rareza que un general sin soldados fuera algo más que una simple sombra al sol.
Pero la rareza acabó.
Su muerte en algún sentido lo iguala a cada uno de nosotros (no hay experiencia más democrática que la muerte). Nada de raro entonces. La delantera no más nos lleva, como suele decirse en los velorios con esa mezcla de humor y de verdad.
Con Pinochet muere, sin embargo, algo de cada uno de nosotros. No es la muerte del anciano de la esquina. Es el momento final de quien, a sangre y fuego, para qué estamos con cosas, modernizó al país y, de paso, dejó algo así como tres mil personas desaparecidas, unas cuantas decenas de miles recordando en las noches afiebradas la tortura, y a todos los millones de chilenos con su memoria llena de escenas y de miedos que, para mal de nuestros males, nos acompañarán como una mala sombra durante toda la vida.
Su muerte entonces lo inscribe, para nuestra desgracia, en la memoria, sobre todo ahora, que, puesto el punto final, ya no queda espacio para el perdón. El no alcanzó a pedirlo. Quizá lo musitó en medio de las nubes de la agonía, mientras echaba mano a esa fe que inexplicablemente lo guiaba; pero las víctimas que debían concedérselo no lo oyeron.
No sé si eso podrá significar algo para él a la hora de su muerte. Después de todo, el trágico destino de convertirse en polvo lo alcanzará con o sin perdón. Pero, no hay duda, tiene importancia para cada uno de nosotros que tendremos que vérnosla con ese recuerdo irredento e incorporarlo sin violencia a nuestra identidad. Después de todo, lo que somos se expresó alguna vez en esa extraña figura de anteojos oscuros, mandíbula al parecer levemente fracturada, hablar vacilante y frialdad sin límites. Si no fuéramos lo que somos, Pinochet no habría sido lo que es.
Sabemos lo que va a pasar con Pinochet. Era polvo y en polvo se convertirá. Si su recuerdo se convertirá en un ángel o en un esperpento dependerá de cada uno de nosotros. Dependerá de la porfía de la memoria o de la futilidad de los afectos.
Sólo resta saber qué pasará con sus partidarios.
Los que lo aplaudían y le celebraban las sandeces en las reuniones del Club de la Unión; los que negándose a reconocer su ignorancia supina preferían llamarla picardía; los que medraron a su sombra; los que hacían piruetas por ganarse su confianza; los que cerraron los ojos una y otra vez para no ver sus tropelías; los que alguna vez recibieron medallas luego de pasar la noche en vela en Chacarillas; los que escribían libros para inscribir la memoria de sus realizaciones; los que se genuflectaban ante él y se despedían retrocediendo; los que alababan los botones y los sombreros de la primera dama; los que una y otra vez pedían mano dura; los que fueron sus amanuenses, sus testaferros y sus testigos; los que revisaban una y otra vez la escolástica completa para encontrar alguna justificación a lo injustificable; ¿dónde estarán en esta hora? ¿Acompañarán su puñado de huesos o estarán al otro lado de la vereda esperando que pase el vendaval?