LA TENTACIÓN DE LA INOCENCIA
(fragmentos)
Pascal Bruckner, filósofo francés contemporáneo.
Nada resulta más difícil que ser libre, dueño y creador del propio destino. Nada más abrumador que la responsabilidad que nos encadena a las consecuencias de nuestros actos. ¿Cómo disfrutar de la independencia y esquivar nuestros deberes? Mediante dos escapatorias, el infantilismo y la victimización, esas dos enfermedades del individuo contemporáneo. Por una parte, el adulto, mimado por la sociedad de consumo, quisiera conservar los privilegios de la infancia, no renunciar a nada, mantenerse instalado en la diversión permanente. Por otra, emula al mártir, aun cuando no sufra más que de la simple desdicha de existir. Doble dimisión que no carece de riesgo: para muestra, las relaciones hombre/mujer vividas según el modelo de la guerra o bien de la secesión, el rechazo a crecer erigido en valor absoluto, la creciente judicialización de cualquier aspecto de la relación social e incluso individual y, en todas partes, el culto a lo maldito en medio del bienestar.
¿Serán los "biendolientes" nuestros nuevos bienpensantes? ¿No ha llegado ya el momento de no confundir la libertad con el capricho? ¿Son el miedo y la debilidad el precio a pagar por nuestro rechazo a la madurez?
Finalmente, ¿cómo mantener la democracia si una mayoría de ciudadanos aspira al estatuto de víctima aun a riesgo de ahogar la voz de los verdaderos desheredados?
¿Aldea global?
La aldea global no es más que la suma de las coacciones que someten a todos los hombres a una misma exterioridad, de la cual tratan de preservarse a falta de poderla dominar. Cuanto más acercan continentes y culturas los medios de comunicación, el comercio y los intercambios, más agobiante se vuelve la presión de todos sobre cada cual. Explosiones demográficas, migraciones de masas, catástrofes ecológicas, se diría que los seres humanos no hacen más que caerse unos encima de otros. Llamo inocencia a esa enfermedad del individualismo que consiste en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes. Se expande en dos direcciones, el infantilismo y la victimización, dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos estrategias de la irresponsabilidad bienaventurada.
¿Que es el infantilismo? La transferencia al seno de la edad adulta de los atributos y de los privilegios del niño. Si se impone con tanta fuerza es porque dispone en nuestras sociedades de dos aliados objetivos que lo alimentan y lo segregan continuamente, el consumismo y la diversión, fundamentados ambos sobre el principio de la sorpresa permanente y de la satisfacción ilimitada.
En cuanto a la victimización, es esa tendencia del ciudadano mimado del “paraíso capitalista” a concebirse según el modelo de los pueblos perseguidos. Para que el tercer mundo fuera inocente, era necesario que Occidente fuera absolutamente culpable.
Ya nadie está dispuesto a ser considerado responsable, todo el mundo aspira a pasar por desgraciado, aunque no esté pasando por ningún trance en particular. Nada hay comparable, ni en las causas ni en los efectos, entre los gemidos del gran adulto pueril de los países ricos, la histeria miserabilista de determinadas asociaciones (feministas o machistas), la estrategia asesina de Estados o de grupos terroristas (como Serbia o los islamistas) que esgrimen el estandarte del mártir para poder asesinar con total impunidad y saciar su voluntad de poder.
Proveniente de la edad media, donde el orden social prevalece sobre los particulares, emerge en los albores de los Tiempos Modernos cuando la persona privada va imponiéndose poco a poco a cualquier forma de organización colectiva. Coraje de pensar por sí mismo, sin estar dirigido por otro. Liberado de la arbitrariedad de los poderes por una batería de derechos que garantizan su inviolabilidad (por lo menos en un régimen constitucional), expía la autorización de ser su propio amo con una fragilidad constante.
“La aristocracia”, decía Tocqueville, “había hecho que todos los ciudadanos formaran una dilatada cadena que iba del campesino al rey; la democracia quiebra la cadena, pone cada eslabón aparte.
Al ganar la libertad también ha perdido la seguridad. Sufre en cierto modo de exceso de éxito. Afirmarse como una conciencia a la vez cercana y diferente significa de entrada declararse culpable.
(…) A medida que el individuo, todavía enmarcado en el siglo XIX y a principios del siglo XX, se ha ido desembarazando poco a poco de las trabas que le molestaban conquistando nuevos derechos, paradójicamente su inquietud no ha hecho más que aumentar.
Rosseau podía incriminar al oscurantismo...; ¿y hoy en día? ¿a qué instancia acusar de mis penas?
La aldea global no es más que la suma de las coacciones que someten a todos los hombres a una misma exterioridad, de la cual tratan de preservarse a falta de poderla dominar. Cuanto más acercan continentes y culturas los medios de comunicación, el comercio y los intercambios, más agobiante se vuelve la presión de todos sobre cada cual. Explosiones demográficas, migraciones de masas, catástrofes ecológicas, se diría que los seres humanos no hacen más que caerse unos encima de otros. Llamo inocencia a esa enfermedad del individualismo que consiste en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes. Se expande en dos direcciones, el infantilismo y la victimización, dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos estrategias de la irresponsabilidad bienaventurada.
¿Que es el infantilismo? La transferencia al seno de la edad adulta de los atributos y de los privilegios del niño. Si se impone con tanta fuerza es porque dispone en nuestras sociedades de dos aliados objetivos que lo alimentan y lo segregan continuamente, el consumismo y la diversión, fundamentados ambos sobre el principio de la sorpresa permanente y de la satisfacción ilimitada.
En cuanto a la victimización, es esa tendencia del ciudadano mimado del “paraíso capitalista” a concebirse según el modelo de los pueblos perseguidos. Para que el tercer mundo fuera inocente, era necesario que Occidente fuera absolutamente culpable.
Ya nadie está dispuesto a ser considerado responsable, todo el mundo aspira a pasar por desgraciado, aunque no esté pasando por ningún trance en particular. Nada hay comparable, ni en las causas ni en los efectos, entre los gemidos del gran adulto pueril de los países ricos, la histeria miserabilista de determinadas asociaciones (feministas o machistas), la estrategia asesina de Estados o de grupos terroristas (como Serbia o los islamistas) que esgrimen el estandarte del mártir para poder asesinar con total impunidad y saciar su voluntad de poder.
Proveniente de la edad media, donde el orden social prevalece sobre los particulares, emerge en los albores de los Tiempos Modernos cuando la persona privada va imponiéndose poco a poco a cualquier forma de organización colectiva. Coraje de pensar por sí mismo, sin estar dirigido por otro. Liberado de la arbitrariedad de los poderes por una batería de derechos que garantizan su inviolabilidad (por lo menos en un régimen constitucional), expía la autorización de ser su propio amo con una fragilidad constante.
“La aristocracia”, decía Tocqueville, “había hecho que todos los ciudadanos formaran una dilatada cadena que iba del campesino al rey; la democracia quiebra la cadena, pone cada eslabón aparte.
Al ganar la libertad también ha perdido la seguridad. Sufre en cierto modo de exceso de éxito. Afirmarse como una conciencia a la vez cercana y diferente significa de entrada declararse culpable.
(…) A medida que el individuo, todavía enmarcado en el siglo XIX y a principios del siglo XX, se ha ido desembarazando poco a poco de las trabas que le molestaban conquistando nuevos derechos, paradójicamente su inquietud no ha hecho más que aumentar.
Rosseau podía incriminar al oscurantismo...; ¿y hoy en día? ¿a qué instancia acusar de mis penas?
Individualismo
Mientras que el hombre moderno, liberado en principio de cualquier obligación que no se haya asignado él mismo, sucumbe bajo la carga de una responsabilidad virtualmente sin límites. Eso es el individualismo: el desplazamiento del centro de gravedad de la sociedad hacia el particular, sobre quien descansan a partir de ahora todas las servidumbres de la libertad.
El cristianismo ya había convertido la estancia sobre la tierra en un enfrentamiento despiadado entre la salvación y la condena. Nuestras vidas de hombres laicos no están menos divididas entre la posibilidad de alcanzar el éxito o de fracasar. Con las siguientes diferencias agravantes: para nosotros todo se juega aquí abajo...Cuanto más conscientes nos volvemos de nuestra imperfección, más se acumula sobre nuestras espaldas una responsabilidad que nada puede eludir y que convierte a cada uno de nosotros en fuente de unos actos cuya repercusión es incalculable.
La competencia de todos contra todos, consecuencia de la igualación de las condiciones Al prometer a todos riqueza, felicidad, plenitud, alimenta la frustración y nos incita a no declararnos nunca satisfechos con nuestra suerte.
Los lamentos del hombre corriente
¿Qué es la queja? El discurso democrático por excelencia en una sociedad que nos permite vislumbrar lo imposible (la fortuna, la expansión, la felicidad) y nos invita a no declararnos nunca satisfechos con nuestro estado. “Conozco a un inglés”, decía Goethe, “que se ahorcó para no tener que vestirse cada mañana”.
Pero la queja también es una discreta llamada de socorro. “No podría tener ninguna profesión en este mundo a menos que se me pagara en función del descontento que siento hacia él” (Joseph Roth). Otra decepción espera al hombre moderno: creerse único y descubrirse corriente.
Todos los hombres pretenden hacerse a sí mismos sin la ayuda de nadie, pero todos se saquean y se desvalijan descaradamente, estilos de vida, formas de vestir, de hablar, costumbres amorosas, gustos culturales, uno jamás se inventa sin adherirse a unas pautas de las que se va desgajando poco a poco como de una ganga. Cada cual se sueña fundador y se descubre seguidor, imitador.
Hay en la aspiración a ser uno mismo tanto anhelo de felicidad y de plenitud que la existencia genera inevitablemente la decepción. La vida tiene la estructura de la promesa: esta “promesa del alba” no puede cumplirse, las mil maravillas con las que nos deslumbra sólo llegan con cuentagotas. ...me merezco algo mejor, me deben una compensación. Incluso cuando triunfa, al individuo le gusta creerse vencido... Le gustaría, vencedor, seguir siendo considerado como un perseguido.
El universo del desencanto, iniciado por el judaísmo, que fue el primero en romper con las divinidades paganas para imponer un Dios único, reforzado por el cristianismo, prolongado por la revolución de Galileo, quien matematizó la naturaleza, el desencanto es lo que permitió el nacimiento de la razón instrumental, de la técnica y de la ciencia modernas.
En el amontonamiento de riquezas de unos grandes almacenes hay exceso de todo y ese exceso resulta aplastante. Ser consumidor significa saber que en los escaparates y en las tiendas siempre habrá más de lo que uno pueda llevarse. Si la pobreza, según Santo Tomás, es carecer de lo superfluo, mientras que la miseria es carecer de lo necesario, todos somos pobres en la sociedad de consumo: carecemos forzosamente de todo, puesto que hay todo en exceso.
Con ella el mundo se divide entre Estados donde los escaparates están llenos y Estados donde están vacíos. La prueba de ello es que los países del Sur y del Este sólo nos envidian una cosa: ni nuestros derechos del hombre, ni nuestra democracia, ni mucho menos aun los refinamientos de nuestra cultura, sino únicamente la plenitud material y las proezas de nuestra tecnología.
Se ha dicho del consumismo que consagraba el instinto de propiedad llevado al límite, el sometimiento de los hombres a las cosas. Pero vivimos menos en una cultura de la posesión que de la circulación: los bienes tienen que pasar, su destrucción está planificada, su obsolescencia programada (Vance Packard).
Nuestra riqueza depende de la dilapidación y no de la conservación. Disturbios urbanos = profunda ¿conformidad con la lógica del sistema?
Los vándalos son consumidores apresurados que queman las etapas y que desde el primer momento van directamente al término del ciclo: la devastación. El consumo es una religión degradada, la creencia en la resurrección infinita de las cosas cuya Iglesia es el supermercado y la publicidad los evangelios.