PERRO QUE LADRA

Monday, December 11, 2006

Sombras que caminan
Carlos Peña Vicerrector de la Universidad Diego Portales


La muerte de Pinochet ni nos redime, ni nos castiga. Ni alivia los dolores que sus crímenes causaron, ni mitiga la vergüenza a que se vió expuesto en sus últimos años, ni provoca pena. Murió simplemente. Le acaeció la más banal, certera y obvia circunstancia de la condición humana. Que estuviera vivo -después de noventa y un años, una traición solapada, un golpe de estado, dos o tres atentados en su contra, diecisiete años de dictadura, un proceso de modernización cuyos rastros todavía administramos, unos cuantos miles de desaparecidos, el abandono de sus leales y dos o tres desfalcos- ya era una rareza.
Una rareza que un general sin soldados fuera algo más que una simple sombra al sol.
Pero la rareza acabó.
Su muerte en algún sentido lo iguala a cada uno de nosotros (no hay experiencia más democrática que la muerte). Nada de raro entonces. La delantera no más nos lleva, como suele decirse en los velorios con esa mezcla de humor y de verdad.
Con Pinochet muere, sin embargo, algo de cada uno de nosotros. No es la muerte del anciano de la esquina. Es el momento final de quien, a sangre y fuego, para qué estamos con cosas, modernizó al país y, de paso, dejó algo así como tres mil personas desaparecidas, unas cuantas decenas de miles recordando en las noches afiebradas la tortura, y a todos los millones de chilenos con su memoria llena de escenas y de miedos que, para mal de nuestros males, nos acompañarán como una mala sombra durante toda la vida.
Su muerte entonces lo inscribe, para nuestra desgracia, en la memoria, sobre todo ahora, que, puesto el punto final, ya no queda espacio para el perdón. El no alcanzó a pedirlo. Quizá lo musitó en medio de las nubes de la agonía, mientras echaba mano a esa fe que inexplicablemente lo guiaba; pero las víctimas que debían concedérselo no lo oyeron.
No sé si eso podrá significar algo para él a la hora de su muerte. Después de todo, el trágico destino de convertirse en polvo lo alcanzará con o sin perdón. Pero, no hay duda, tiene importancia para cada uno de nosotros que tendremos que vérnosla con ese recuerdo irredento e incorporarlo sin violencia a nuestra identidad. Después de todo, lo que somos se expresó alguna vez en esa extraña figura de anteojos oscuros, mandíbula al parecer levemente fracturada, hablar vacilante y frialdad sin límites. Si no fuéramos lo que somos, Pinochet no habría sido lo que es.
Sabemos lo que va a pasar con Pinochet. Era polvo y en polvo se convertirá. Si su recuerdo se convertirá en un ángel o en un esperpento dependerá de cada uno de nosotros. Dependerá de la porfía de la memoria o de la futilidad de los afectos.
Sólo resta saber qué pasará con sus partidarios.
Los que lo aplaudían y le celebraban las sandeces en las reuniones del Club de la Unión; los que negándose a reconocer su ignorancia supina preferían llamarla picardía; los que medraron a su sombra; los que hacían piruetas por ganarse su confianza; los que cerraron los ojos una y otra vez para no ver sus tropelías; los que alguna vez recibieron medallas luego de pasar la noche en vela en Chacarillas; los que escribían libros para inscribir la memoria de sus realizaciones; los que se genuflectaban ante él y se despedían retrocediendo; los que alababan los botones y los sombreros de la primera dama; los que una y otra vez pedían mano dura; los que fueron sus amanuenses, sus testaferros y sus testigos; los que revisaban una y otra vez la escolástica completa para encontrar alguna justificación a lo injustificable; ¿dónde estarán en esta hora? ¿Acompañarán su puñado de huesos o estarán al otro lado de la vereda esperando que pase el vendaval?

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